Por Ernesto Tenembaum
El martes por la tarde, un canal de televisión oficialista denunció a Carlos Tevez, uno de los cracks más queridos de la historia del fútbol argentino. Al día siguiente, en otro medio oficialista, la denuncia se extendió a otra veintena más de personas, entre las cuales figuraban Carlos Rosenkrantz, el ministro de la Corte más resistido por la vicepresidenta Cristina Kirchner, y Mirtha Legrand, la muy popular conductora de televisión. Mientras esto ocurría, voceros de ciertas dependencias oficiales, colaboraban boca a boca (o chat a chat) con la difusión de esas denuncias.
El aparente pecado de Tevez consistió en haber sido subsidiado durante muchos años por el Estado argentino en un monto apenas superior a los dos millones de pesos. Tevez, Rosenkrantz, Mirtha Legrand y decenas de millones más de argentinos de todas las ideologías, clases sociales, profesiones, razas y religiones recibieron –recibimos– subsidios al consumo de energía durante los doce años del primer kirchnerismo y durante estos últimos dos años y medio. Eso se debió a decisiones tomadas desde el Estado, pese a la resistencia de ministros del mismo Gobierno que advertían sobre los efectos injustos y regresivos de lo que estaba ocurriendo, y sobre el perjuicio que eso le provocaba a la estabilidad económica. Muchos de esos ministros, desde Roberto Lavagna hasta Martín Guzmán, fueron obligados a renunciar por esa diferencia.
El escándalo de los subsidios, cualquiera lo sabe, no ensucia a quienes los recibieron sino a quienes los entregaron –y muchas veces, impúdicamente, también los recibieron. Sin embargo, en el mundo al revés, aquellos que repartieron de manera absurda alrededor de 120 mil millones de dólares imprescindibles para desarrollar al país escrachaban ahora a otras personas.
Era un día especial. En esas mismas horas, el Gobierno había decidido corregir parcialmente el problema de los subsidios. Por eso, un rato antes, se había informado oficialmente sobre una parte de los nuevos cuadros tarifarios. Pero un sector del Frente de Todos calculó que si ensuciaba a algunas de las personas más populares y queridas del país, conseguiría disimular su rendición, o –al menos— su pertenencia a un gobierno que aumentaba las tarifas. Que se hable de Tevez y no de Cristina o de Máximo, tal vez permitiría conservar el “capital simbólico”.
Al día siguiente de la denuncia contra Carlitos Tevez, hubo dos tipos de reacciones. La nueva secretaria de Energía, Flavia Royón, fue terminante. “Esa información no ha salido de la secretaría. Yo, en lo personal, repudio la filtración de datos personales”. En cambio, la portavoz del Presidente, Gabriela Cerruti, evitó opinar sobre el asunto, y argumentó que hacerlo sería vulnerar el principio de libertad de expresión. Es un enfoque novedoso, en una funcionaria que habitualmente opina críticamente sobre el contenido de distintas notas, coberturas o preguntas, pero no se fastidia, en cambio, con la difusión de datos privados. El mismo argumento dio Víctor Santamaría, histórico secretario general del sindicato propietario de uno de los medios donde se publicó la información. Santamaría es uno de los impulsores de la candidatura presidencial de Cristina Kirchner para 2023 y un empresario mediático de crecimiento sorprendente.
La difusión de listas con información privada es siempre una decisión delicada. Bien aplicada puede dar lugar a revelaciones espectaculares. Ese fue el caso de filtraciones internacionales como los Panamá Papers o los Wiki Leaks. Para que eso ocurra, las listas deben publicarse completas y, eventualmente, darle una mínima posibilidad de aclaración a los mencionados: reproducir panfletos que se volantean desde los sótanos del Estado es otra cosa bien distinta.
Periodistas afines a este Gobierno han publicado listas sobre compradores de dólares a los que se calificaban como fugadores de divisas –donde se omitían nombres claves del oficialismo y no se discriminaba cuál era la razón por la que se compraban esas divisas (para pagar importaciones, por ejemplo). Ahora han hecho lo mismo con nombres de personas que nunca pidieron un subsidio y solo se limitaron a pagar las facturas que le enviaba el Estado. Una vez más, esas listas fueron limpiadas de nombres oficialistas.
Mientras algunos recurrían a esos métodos, que generan desprecio y perplejidad en cualquier dirigente político serio, el Gobierno pegaba un giro muy sensible hacia otra dirección. Sergio Massa, la nueva estrella política del oficialismo, concurría al Hotel Alvear para participar del Council of America, donde también hablaron el jefe de Gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta y el embajador norteamericano, Marc Stanley. Los tres postularon la necesidad de acuerdos interpartidarios para sostener políticas de largo plazo. “Today is the day”, los apuró Stanley. En el auditorio estaban algunos de los empresarios más poderosos del país.
Fue todo un gesto simbólico por parte de Massa, quien ha cuidado siempre su relación personal con distintos focos de poder tanto en Washington como en Miami. Pero no fue el único ni el más importante: Massa resolvió aumentar las tasas de interés violentamente, impulsar un recorte del gasto público, aumentar las tarifas muy por encima de lo que proponían sus antecesores y negociar directamente con los sectores más concentrados de la economía para que liquiden divisas.
Hasta aquí, los mensajes públicos del Frente de Todos eran confusos. La vicepresidenta Kirchner denunciaba a los Estados Unidos en varios de sus discursos. El presidente Fernández oscilaba de acá para allá, tratando de conformar a tirios y troyanos y, muchas veces, desconcertando a todos. Massa, en cambio, se mueve con desenfado en una dirección que tiene un inocultable aroma noventista.
En episodios como el las listas de subsidiados, se puede percibir que su giro no representa a todo el Gobierno. Pero no solo allí. Hasta este momento, la mayor ofrenda que Massa recibió de la Vicepresidente fue una foto sonriente y conjunta en la presidencia del Senado, donde ella fue la anfitriona. Eso, y su silencio, y el silencio de su hijo y el de Andrés Larroque. Ese silencio es un montón, dada la resistencia pública de ella a las ideas que se expresan en las Massanomics. Pero el silencio es una cosa, y el apoyo explícito es bien otra.
Massa sonríe, hace y deshace, se mueve con su rapidez habitual, mientras desde algún lugar lo están mirando. ¿Cómo habrá caído allí, por ejemplo, el repudio de la secretaria de Energía massista a la filtraciones de datos personales? ¿No eran datos personales, precisamente, lo que reclamaba la vicepresidenta en uno de sus últimos discursos, cuando se refirió agresivamente a la “señora AFIP”?
El silencio de la Vicepresidenta es menos conflictivo que sus gritos pero recuerda a otros momentos de supuesta paz que precedieron a otros estallidos. Habrá que ver los efectos de la inflación de los próximos meses y la caída del poder adquisitivo del salario sobre ese silencio. Massa confía en que la solidez de su relación personal con Máximo, el hijo de la Vicepresidenta, contenga los desbordes y en que no se apague rápido el terror que recorrió a todos en julio luego de la renuncia de Guzmán.
En cualquier caso, en sus primeras semanas de gestión, el ministro consiguió un objetivo valioso: tiempo. La corrida contra el peso frenó su velocidad, aunque hay que ver si terminó. La caída de las reservas se revirtió moderadamente. Y el oficialismo ha logrado disimular los odios que lo atraviesan. Ya hace un mes y medio que no se escuchan gritos, insultos, humillaciones y nadie amenaza a nadie con carpetazos con información sobre la vida privada. Tres semanas atrás el sistema político contenía la respiración ante la posibilidad de que el Frente de Todos no terminara su mandato en tiempo y forma. Esa pesadilla parece haberse alejado y eso podría, a su vez, cambiar muchas cosas.
Alejandro Catterberg, el conocido director de Poliarquía, lo dice de esta manera. “Si la situación de julio se continuaba en el tiempo, el peronismo no tenía ninguna perspectiva electoral. La inflación descontrolada, la pelea pública y permanente entre Alberto y Cristina, lo dejaban fuera de juego. Si eso se ordena, y si controlan la situación económica, sin hacer milagros, el panorama no sería el mismo. Eduardo Angeloz, en 1989, en medio de una inflación galopante, logró el 38 por ciento de los votos. Mauricio Macri, en 2019, después de dos años terribles, superó el 40. Un peronismo ordenado puede retener mucho poder aunque no gane la presidencia. Igual, todavía es demasiado pronto para saber cuál de los dos escenarios será el del año que viene”.
Pero en el fondo de todo esto, hay una discusión no saldada sobre el alma del peronismo, si tal cosa existiera. Hace muchos años que el peronismo está dividido por ideas distintas que no logra sintetizar. Ese proceso se inició en el año 2008 durante el conflicto con el sector agropecuario y no frenó hasta el día de hoy. La crisis entre el Presidente y la Vice es una expresión más de esa cadena de episodios que siguen la misma lógica, como las derrotas de 2009, 2013, 2015, 2017 y 2021, además de la crisis actual.
El peronismo tiene esas cosas. Tuvo una identidad clara, en los cincuenta. Desde el 55 hasta el noventa, se retorció hasta que encontró otro liderazgo, en Carlos Menem. Cuando la estrella de Menem empezó a apagarse, volvió a retorcerse hasta que Nestor Kirchner le dio un perfil distinto y tan popular como el de Menem. Con la progresiva pero lenta declinación de Cristina, han vuelto los retortijones.
En el medio de la confusión, sin embargo, hay una constante. Guzmán marcó una dirección. Fue reemplazado por Batakis, que apuntó hacia el mismo lugar. Fue reemplazada por Massa que sigue en la misma senda de Guzmán y Batakis pero más velozmente. No hay una identidad allí, porque los tres enfrentan resistencias. No hay un liderazgo claro. Pero hay un patrón. Todos los ministros de Economía del Frente de Todos han defendido el acuerdo con el FMI, el aumento de tarifas y el equilibrio fiscal.
No parece tan lejano el consenso transversal que, esta semana, reclamó mister Stanley.